Escrito por Manuel Vilas
Publicado en Babelia El País
25 de Mayo de 2015
Estaba podrida de sí misma. Una vanidad más grande que cualquier otra
vanidad que se hubiera levantado sobre la tierra. Eso es lo que a mí
más me gusta de la obra literaria de Teresa de Ávila, la mujer que creyó
sus ficciones antes de que llegara Don Quijote. Convertirse en santo en
el siglo XVI era la única forma de no acabar en un don nadie. Leo a Teresa de Ávila como si fuese la Marlene Dietrich del siglo XVI.
Ella era Dios, de eso se trataba, de reinar sobre vivos y muertos.
Imagínate un mundo donde la gente viajaba en burro. Donde en vez de
dictar conferencias y conceder entrevistas, lo que los escritores tenían
que hacer para ser famosos era fundar conventos y hablar con
Jesucristo, la gran estrella del momento. El sentido de la escritura de
Teresa de Ávila es la construcción de ella misma. Es una santa
cervantina. Contrajo matrimonio con Dios y se lo creyó. El Dios que
pinta en sus libros no tiene mucha consistencia literaria, porque la
protagonista es ella y no su marido, por primera vez en la historia. Y
ella fundó conventos. Fundar conventos, pura euforia. Dictar normas,
puro delirio. Gran felicidad de pasarte las horas hablando con el
Altísimo. Una exaltación permanente. Y Dios era gratis. Dios era para
todos. Dios era barato. Eso fue el siglo XVI para la gente con talento,
para la gente emprendedora, para los artistas podridos de sí mismos que
querían triunfar. Y ella triunfó.